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Pamplona, 22 de mayo de 1938. ‘¡Podéis salir, camaradas, somos libres!’. La voz potente del preso se abrió camino por el patio de la cárcel. JoaquÃn se levantó de inmediato y zarandeó a Tomás, sentado junto a él en el suelo de la celda. ‘¡Vamos, chico!’, le dijo tirándole del jersey y levantándolo en volandas. PertenecÃan a la segunda brigada. Su calabozo estaba en la primera planta del fuerte de San Cristóbal. Apenas veinticinco metros cuadrados que les constreñÃan el ánimo, obligados como estaban a permanecer entre sus muros prácticamente el dÃa entero. Alguien abrió la puerta de su celda y corrieron en tropel escaleras abajo. Atravesaron el patio sin despegarse el uno del otro y, escondidos entre el tumulto de presos que, guiados por una voz anónima que gritaba ‘¡a Francia, a Francia!, recorrieron el patio del fuerte dirigiéndose hacia la puerta del presidio. Una vez la hubieron traspasado, y ante un horizonte extenso, la esperanza se instaló en su mente. El ansia de libertad azuzaba sus piernas mientras corrÃan inmersos en un silencio poblado de miedo