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Miguel Munárriz siempre fue el más cortazariano de todos nosotros, el más cosmopolita, también el más soñador. En el diapasón de sus pasos llevaba las medidas secretas de una gran ciudad, de un orbe entero. Entre conversación y zancada, casi sin darnos cuenta, nos adentraba en el Barrio Latino de ParÃs o en uno de los peligrosos suburbios de New York, transformando las calles de La Felguera o de Oviedo en una prolongación de sus sueños, o más bien de sus numerosas y apasionadas lecturas. TenÃa el raro don — nunca perdido— de unir espacios y tiempos, de establecer una sorprendente sintaxis con la realidad: de ahà que costase tanto separarse de su conversación interminable para volver de pronto a las estrechas dimensiones de la cotidianeidad, aunque siempre lo hiciéramos con una sonrisa en los labios, al recordar cómo el frenazo intempestivo de dos coches le habÃan llevado a rememorar la trompeta de Louis Amstrong o el saxo de Charlie Parker