Estos poemas de Andrés Nanclares son estructuras hechas de suelo y madera como los violines, estructuras verbales, secretas imágenes dejadas por el tiempo en un recodo de la ciudad, en un callejón donde los duendes de la música trafican con silencios, con soledades, con asombros. Su poesía es un conjuro, un estudio sistemático de los instantes: “Alguien encierra, entre bolas y placas gastadas de bronce, su lugar salpicado de estrellas”; alguien que se rehúsa a vender su sombra; alguien -¿fantasma, pájaro, marioneta, ángel’-, que escribe al margen de la biografía del viento sus acordes y que espera la revelación o el fracaso, su porción de belleza como una herencia, como un reino encontrado al final de la frase de un destino. |