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Nunca me hubiera imaginado que al llegar a los cincuenta no lucirÃa collar de perlas ni bolso de Yves Saint Laurent ni traje chaqueta entallado beige, y mucho menos que el vértigo no me lo proporcionarÃan unos altÃsimos tacones, sino mi propia vida.
Tampoco se me hubiera ocurrido jamás que acabarÃa hablando sobre mi soledad con psicólogos, perras, putas, taxistas o madres pianistas.
Ni que por culpa de la maldita nostalgia acabarÃa numerando a los hombres —especialmente a los maridos— por orden de aparición.
Juro que nunca tuve la más mÃnima sospecha de que a estas alturas de la vida lo que más acabarÃa echando de menos serÃa hacerme pequeña en un abrazo sincero y que andarÃa por el dolor con unos pies como prestados.
Tampoco podÃa saber que todo puede cambiar a la vuelta de la esquina y en cinco minutos.
Siempre creà que me acabarÃa convirtiendo en una señora con un carácter estable y muchas ideas fijas. De las que sacan brillo a los muebles de su cabeza mientras acuden cada semana a la pelu de autor.
Muy al contrario, sigo llevando el pelo largo, ensortijado, y un alma rebelde que me recorre por dentro y tiñe de colores inquietos todos mis dÃas.
Porque mis dÃas todavÃa huelen a nuevo cada mañana.
Y las ganas… pues también.