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Después de un accidente que a la postre resultó fatÃdico, Ana MarÃa pasó tres años entrando y saliendo de una clÃnica en Hermosillo, ciudad en la que culminó la última de sus vidas. Tras su muerte, la biografÃa secreta de su pasado dejó ver una de las primeras: vivió en la Ciudad de México, tuvo un marido, cuatro hijos y lo abandonó todo. Las hebras que engarzan ambas existencias están contadas en esta novela que es al mismo tiempo una hagiografÃa de la pérdida, una carta de amor, un caleidoscopio del duelo, una búsqueda y un hallazgo.
El duelo es tan difÃcil de superar precisamente porque invoca la ausencia de un relato. Lengua dormida es un acto-reflejo frente a la orfandad, el recorrido mental de un hijo buscando a su madre muerta. De manera caprichosa y metamórfica, como es la memoria, la narración está poblada lo mismo con anécdotas en apariencia baladÃes —la fijación de su madre con Australia—, que con digresiones sobre el tiempo y el lenguaje. Pero nada es gratuito en la escritura del autor, su capacidad para generar imágenes —una turba de canguros huyendo del incendio para luego ahogarse en el mar— propele la narración, vinculando los momentos más álgidos de la historia con aquellas miniaturas domésticas que dotan de cuerpo y personalidad a una vida.
La mirada de Félix es la de un diletante proverbial para quien ningún evento es indiferente. El demonio de Tasmania y Wittgenstein, Freddy Krueger y Rosario Castellanos, budismo y la pelÃcula La mosca, un grupo de tanatologÃa barrial llamado Las Clepsidras y el reloj de aves que marcaba con diversos graznidos las horas en la Casa de los Rostros Flotantes: un mundo que no se toma nada en serio y que, por otro lado, concibe cada fenómeno que sacude el iris con el azoro de un milagro irrepetible.