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Desde la lateralidad –y la alteridad– del vivir que es el sueño, y haciendo bueno el vaticinio de Calvino sobre la rapidez, fragmentariedad y brevedad que le gustarÃa a la literatura de este milenio, Julio Torres –que frecuenta con vocación los usos laterales de la literatura, como su Laberinto del Fortuna, novela escrita en octavas de arte mayor– da forma a su Jorge de Burgos, que también custodia su particular libro secreto del que estas meditaciones morales –sin más pretendido destinatario que el autor de las mismas– son un pequeño compendio sobre el conocimiento de sà («Oriente y Occidente»), sobre el mundo («A través de la noche») y sobre un mundo («Comer, dormir, leer y escribir»), desde la distancia cÃnica y humorada del que ve más cerca la muerte («Mientras la muerte no pase por aquÃ, la vida será esperarla» o «Bastante tenemos ya con que la muerte exista, como para, encima, andar dándole vueltas una y otra vez, Unamuno»); del que se percibe, sin complacencia, como personaje y éste como una conformación fragmentaria propia y ajena («El espÃritu que te caracteriza es indescifrable» o «Junta tu fragmentario reflejo en una obra y sácala a la calle. Ése ha sido el recado»); del que ya mira con nostalgia la juventud y el amor, que los conoce huidizos, volátiles pero de huella indeleble («Ser joven cuando ya se lleva mucho trecho recorrido no es apuntarse a todo lo que viene empujando. Ser joven es ser tú —ese que tú ahora ves— la más pequeña fracción de cada instante» o «Miras y te conmueve una presencia, una forma, un detalle. No caigas esta vez en esas trampas»); del que se observa y observa el mundo con desencanto y cierta misantropÃa social («Miedo a los demás. La semilla de toda violencia. El caldo de cultivo de la agresividad», «Caminamos detrás como perros, con alegrÃa estúpida de perros. ¿Cómo queremos que nos traten, pues?», «Más triste que estar triste es la alegrÃa que pierde de repente sus motivos. O se da cuenta de que no los tuvo» o «Te refugias, hastiado, en la escritura, huyendo del vacÃo y el desamor del mundo»; o el autor consciente de que «Se emborrona una idea y el papel sale ileso»); o para el que los aforismos no son, en definitiva, más que «frases brillantes [conviviendo en el] estómago mental junto a un puñado de absolutos lugares comunes», y que, a la vez cada uno de ellos encierra, parafraseando a Pavese, la vida y la nada. Pero sin que tal severidad moral esté exenta de bellÃsimas sendas sensuales, como las calas lÃricas con aire de seguidilla y suave eco lorquiano: «Pon esta letra en el aire / aire libre aire cautivo / cuelga esta letra del cielo / que pueda volar contigo.», o la ternÃsima: «A la niña que rÃe / le crecen trenzas. / A la niña que canta, polvo de estrellas. / A la niña que duerme / alguien la sueña. / Duerme, Luna, la niña / ya está despierta.», u otros en los que predomina la veta plástica: «¿De qué color me dices que es tu sangre? ¿Azul? Vano rÃo de tinta modernista» o «¡Qué noche tan violeta! Cómo puede un trazo de oscuridad resumir tantos datos». (Del prólogo de Juan José MartÃn Ramos).
