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Probablemente el aƱo 1898 sea el punto mĆ”s bajo de la autoestima de los espaƱoles a lo largo de su historia, pero despuĆ©s de tantos exĆ”menes de conciencia en voz alta, de tantas ansias regeneracionistas y de tantas y tan amargas crĆticas, tal vez conviniera echar una mirada sobre los que estuvieron en el desastre, pero no voluntariamente, y, hasta donde pudieron, cumplieron honorablemente con su deber: Los soldados y los marineros.
Los soldados nunca pueden ver el tablero completo, solamente ven las trincheras enemigas. Ellos son los peones y saben que, si es imprescindible, serÔn sacrificados para conseguir la seguridad de la torre o para que el alfil tenga una mejor posición de ataque. Lo saben y a pesar de todo caminan con los pies desollados, aguantan el calor, la lluvia, las fiebres y el hambre. Y luchan.
Los soldados quieren sobrevivir, los soldados quieren cumplir de tal manera que siempre puedan mirarse a sĆ mismos con respeto. Los soldados quieren volver a casa.
Esta es la voz de los soldados.